Se anuncia ahora el Estatuto del Docente y hay quien se ha apresurado a exigir que sea debatido y negociado. Es una vieja aspiración del profesorado, desde luego, pero éste no puede ser un momento más inoportuno, porque donde realmente se delinea con claridad meridiana qué es ser, y en qué condiciones se es, docente, es en la norma general, es decir, en la LOMCE: una ley que lleva impresa en su reverso la fecha de caducidad y transmite todo el atractivo de una ciénaga, empeñada en mostrar signos evidentes de desconfianza hacia el profesorado. Nada puede hacerse sin él por mejorar la calidad del sistema educativo.
No alcanzo a imaginar qué clase de Estatuto del Docente puede amamantarse a los pechos de una ley de educación parida sin el concurso del profesorado, sin su voz ni su voto –cuando no con su voto en contra–, que le hurta autonomía en su diseño y capacidad de decisión en su desarrollo, que le aboca a examinar más que a enseñar, que le reduce ocasiones para la experimentación y la innovación, que le regatea la colaboración con las familias, que cercena la creatividad y que le obliga a renunciar a las Artes y a las Humanidades por mor de fabricar emprendedores. Prestigiar la labor docente es justo lo contrario de todo ello, y temo que sea por otros derroteros por los que caminen las intenciones del anunciado Estatuto.
Publicado en Periódico Escuela. Enero de 2013.
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