Artículo publicado en ANS, revista del Ateneo de Málaga, nº 17. Noviembre de 2013
J. F. Murillo Mas
Miguel Sola Fernández
Ortega y Gasset reclamaba
para la Universidad no sólo la función docente e investigadora, sino,
probablemente de forma más radical, también la del liderazgo; liderazgo cultural
y político. Sin embargo, no somos pocos quienes compartimos que en la
actualidad “las políticas universitarias […] están transformando las
universidades en centros escolares de formación multidisciplinar con un
profesorado mayoritariamente dócil, obediente, acrítico e intelectualmente
desarmado. El discurso oficial de la innovación, el emprendimiento, la
gobernanza y la excelencia universitaria contrasta con la inexistencia de
indicadores y datos sobre la contribución de las universidades al desarrollo
social y cultural” (Matas, J., 2013).
La
universidad como escenario del pensamiento crítico, de la ciencia y de la
cultura; la que prepara a los jóvenes para la vida profesional al mismo tiempo
que atiende a la formación humanista de la ciudadanía; el motor del
conocimiento, del progreso, del bienestar, de la justicia social, de la
libertad… hoy en día podría estar más en la ilusión y en el imaginario de los
intelectuales y de algunos universitarios que en la realidad de las políticas y
de las prácticas.
Semejante deriva de la institución universitaria
exige comprender en profundidad la complejidad de los tiempos de cambio que
vivimos y actuar en consecuencia. Si el siglo XX fue el de la búsqueda de
certezas científicas y del desarrollo acelerado de las diferentes disciplinas
del conocimiento humano, el presente, dicen muchas voces cualificadas, está
llamado a ser el siglo de la incertidumbre. En la declaración mundial sobre la
Educación superior en el siglo XXI (UNESCO, 1998) se recoge que los sistemas educativos
de Educación superior deberán “aumentar su capacidad para vivir en medio de la
incertidumbre”. Si el concepto “aprender a aprender” es una idea-fuerza más
allá del eslogan en que se está convirtiendo se debe a que, paradójicamente, la
única certeza que actualmente poseemos reside en que el presente no tiene
aseguradas en el futuro la linealidad y secuencialidad que tenía en la sociedad
industrial. Se hace necesaria una educación para la incertidumbre allí donde
las antiguas certezas en torno a gran parte de los elementos, procesos y
estructuras que nos rodean ya no tienen vigencia.
En este marco de incertidumbre, de renovados desafíos
en nuevos contextos, nos proponemos pergeñar algunas ideas para alimentar un
debate que propicie la deliberación pública.
La
tecnocracia como opción política encubierta
No existen análisis desideologizados que definan
cuáles son los nuevos problemas de la Universidad en General y de la española
en particular y cómo enfrentarnos a ellos. Tampoco existen respuestas al margen
del debate político.
Es necesario hacer visible uno de los mecanismos más
sutiles para hurtar buena parte de la deliberación política y de esta forma
impedir la comprensión de los nuevos problemas e incapacitarnos para la
formulación de sus soluciones. El auge del pensamiento neoliberal ha conseguido
encumbrar la tecnificación de las decisiones. Los cambios que se proponen no se
justifican porque respondan a un ideal ético de sociedad, ni a una visión
política determinada, sino porque se presentan como los únicos posibles dadas
unas condiciones y unos recursos científico-técnicos y económicos determinados.
Las consideraciones sobre la justicia de la vida
social se despolitizan progresivamente, convirtiéndose en puzzles supuestamente
neutrales que pueden solucionarse mediante la acumulación de hechos empíricos
neutrales (Apple, M. 1986). De este modo, algo que trata, en apariencia tan
fervientemente, de mejorar la realidad educativa de un país, como son las
reformas educativas liberales en general y las universitarias en particular,
con un claro sustrato tecnocrático, son realmente estructuras ideológicas que
están encubriendo la realidad de un proceso de dominación.
Este proceso no es otro que el conocido como lucha de
clases, una expresión devuelta a la escena política y social con renovados
bríos y actualidad. Las declaraciones de Warren Buffet, una de las
personas más ricas del mundo, a The New York Times (26/11/2006) son tan
certeras como cínicas: "Desde luego que hay una guerra de clases, pero es
mi clase, la clase rica, la que la está haciendo, y estamos ganando".
La racionalidad tecnológica en la sociedad de libre
mercado ejerce un papel decisivo en la reducción de nuestro entendimiento,
contribuyendo de forma determinante a definir los límites de lo que es lógico,
o no, para la mayoría de las personas. Esta forma de pensamiento hegemónico
(Apple, M., 1986; Gramsci, A., 1984; Williams, R., 1976) actúa como el conjunto
de significados, valores y experiencias desde dentro del cual, y sólo desde él,
se pueden producir interpretaciones lógicas del mundo, una especie de sentido
común compartido por los grupos dominados, “un mecanismo por el cual acabamos
aceptando como natural el dominio sobre nosotros de la clase que nos oprime”
(Sola, M., 2013). Es quizás ésta, la definición de los límites de lo pensable,
la consecuencia más relevante de la tecnificación de la vida en general, y de
los procesos reformadores en el ámbito de la educación superior en particular,
en las economías industriales desarrolladas. La noción de hegemonía nos permite
comprender mejor el modo en que las instituciones de conservación y
distribución de la cultura crean y recrean formas de conciencia que permiten el
mantenimiento del control social sin que los grupos dominantes tengan que
recurrir a mecanismos manifiestos de dominación.
La burocracia,
el arma de la hegemonía
La racionalidad tecnológica sostiene que la vida
social puede regirse científicamente y organizarse según generalizaciones
legales. Esta perspectiva abre las puertas de la burocratización de las
estructuras sociales que buscan el control a través de las descripciones de
tareas, de relaciones lineales de gestión y del establecimiento de determinados
flujos de comunicación.
La interpretación que en nuestro país se ha hecho de
la incorporación al Espacio Europeo de Educación Superior, quizás por
incapacidad para un desarrollo de más calado, menos cosmético, quizás a causa
de una brutal crisis económica que de todas maneras está resultando ser muy
conveniente como justificación, constituye el ejemplo perfecto de
burocratización acorde con lo expresado más arriba. Las raíces se hunden más
lejos en el tiempo, pero Bolonia es
indudablemente un punto de inflexión en la “apoteosis de la burocracia”, que ya
consume buena parte de las energías de profesorado y gestores universitarios y
en estos momentos no parece una amenaza, sino “una realidad ya plenamente
instalada, como un cáncer, en el organismo universitario (…)” (Culla, J.B.,
2011).
Sin embargo, no debe entenderse la burocratización
como un error del sistema; ni siquiera como un daño colateral inevitable, sino
como un mecanismo intencional con pleno sentido. En el capitalismo
contemporáneo, la economía y el mercado han impregnado global y masivamente
todo lo social con su lógica. Gran parte de los propósitos del sistema
universitario están rendidos a la lógica económica y toman la forma de discurso
hegemónico. Es la definitiva puesta del sistema educativo “al servicio de la
producción, del mercado laboral, del desarrollo, de los buenos indicadores
(pruebas, calificaciones, porcentajes, rendimientos, evaluaciones: todos
recursos expansivos de la cifra, la lógica misma de la economía)” (Núñez, S.
2013).
De no reaccionar a tiempo, el peligro no es ya un
desgaste personal o institucional, sino que se termine imponiendo un modelo de
“Universidad rígida, formalista, uniformizadora (…) entonces el daño ya será
irreversible” (Culla, J.B., 2011).
No estamos asistiendo a un necesario ajuste técnico,
sino a un cambio de modelo social. La universidad pública está obligada a
pertrechar a la sociedad civil de las herramientas conceptuales que le permita
desentrañar las falsedades, o peor aun, las medias verdades, que se están
utilizando en los distintos contextos de nuestra realidad social, y que nos
conducen al desmantelamiento de las conquistas sociales que se habían
consolidado, y por lo tanto a la debilitación más severa de nuestra joven
democracia.
Es más que dudoso que en las actuales circunstancias
y bajo el imperio de las condiciones expresadas hasta ahora, las Universidades
puedan ser reconocidas actualmente como el motor del progreso social; y es más
que probable que se esté participando en ellas de la apatía generalizada que
admite sin grandes dificultades la esencia del mensaje hegemónico. Es preciso
reaccionar inmediatamente y recuperar la capacidad de creación y de
transformación del pensamiento crítico. Es perentoria la necesidad de elaborar
alternativas a la ideología emboscada en la aparente neutralidad técnica del
discurso experto sobre, al menos, los siguientes aspectos inadmisibles:
No podemos
permitir que el incremento de las
tasas universitarias y los recortes en las becas y ayudas al estudio, impidan
el acceso a la universidad de miles de jóvenes que no podrían cursar los
estudios que desean por no disponer de los medios económicos necesarios para
costeárselos, infringiendo el principio de igualdad de oportunidades en el que
se fundamenta nuestro sistema educativo.
No podemos
permitir que mueran de inanición las
disciplinas, Facultades o Departamentos que no puedan demostrar su interés
mercantil, bien sea atrayendo inversión privada o demostrando su adaptación a
las insensatas necesidades de un mercado laboral errático.
No podemos
permitir el desmesurado recorte
presupuestario en materia de I+D+I, el cierre de centros de investigación, o la fuga de investigadores con la
excusa de una deficitaria relación investigación/inversión que era
absolutamente defendible y perfectamente homologable con la europea, aunque
estuviera lejos de ser idílica. Tras los recortes presupuestarios es obvio que
la situación se ha agravado dramáticamente.
No podemos
permitir el riesgo que significa la
instrumentalización de la investigación en manos de intereses que no son
públicos, que no son universalistas. “Necesitamos una gestión política y social
de la investigación que pueda permitir desarrollar nuevos conocimientos y, a la
vez, compartir los frutos de las investigaciones con todo el mundo” (Vallaeys,
F., 2007, 2012). La universidad debe mantener su autonomía tanto frente a los
poderes económico-industriales, como respecto de los político-administrativos,
porque ésta se debe a la sociedad en general y no sólo a uno de los sectores de
la misma (CIDUA, 2005).
No podemos
permitir la reducción drástica de
las plantillas de profesorado universitario, justificadas sin más con el
aumento de la carga docente, por decreto, de la mayor parte de este estamento,
despreciando los argumentos que señalan la dificultad de asumir
responsabilidades investigadoras por quienes se ven afectados por este
incremento, la inmensa mayoría, y especialmente los sectores más vulnerables:
funcionarios interinos, ayudantes, ayudantes doctores y contratados doctores.
Estas medidas reducen dramáticamente las expectativas para desarrollar la
carrera docente en la Universidad y conlleva la pérdida del mejor profesorado
joven de las últimas décadas. Y desde luego puede suponer la puntilla final a
los cuerpos docentes universitarios, progresivamente desfigurados en su
significado y funciones al paso de la insistencia de nuestros gobernantes en
convertir los “sexenios” en el ariete para su derrumbe.
No podemos
permitir la aniquilación de
cualquier vestigio democrático en la elección de los responsables de la
universidad. Con la designación de Rectores sin el concurso democrático de la
comunidad se estaría promoviendo la aparición de
instituciones periféricas, agentes pasivos de poder, que mientras fomentan una
imagen descentralizadora y democrática, vigilan el cumplimiento de las directrices
legislativas centrales, preocupadas fundamentalmente por la homogeneización y
el control. Esta perspectiva de democracia interpreta con gran fidelidad cuáles
son las exigencias de las actuales políticas conservadoras: se necesita un
Estado que mantenga el control sobre aquellos aspectos relacionados con las
exigencias del libre mercado, pero que al mismo tiempo sea percibido como
democrático, es decir, capaz de desarrollar una política de descentralización,
devolviendo a la sociedad espacios de decisión. Esa doble necesidad, que
evidencia además una clara contradicción, puede ser resuelta a través de la
cesión de autoridad produciendo la ilusión de entrega de poder. El Estado
mantiene así el control, a través de órganos periféricos que se convierten en
agencias pasivas del poder central, mientras ofrece una imagen de correcto
procedimiento democrático.
Cuando
el capitalismo no consigue aportar la prosperidad u oportunidades que de él se
esperan, es necesario explicar esta situación en términos de fracasos en el
seno de la infraestructura del Estado, desplazando la responsabilidad desde los
fundamentos del modo de producción, de las injusticias y contradicciones
esenciales del capitalismo, a la gestión del sector público. En el caso que nos
ocupa la responsabilidad recae sobre “las deficiencias” de un sistema
universitario poco solvente en relación a la producción de conocimiento, a las
cualificaciones laborales o a la competitividad económica en general, y como
consecuencia aparecen las exigencias de reforma.
Una
reforma que, en este caso, trata
de asfixiar la participación y la democracia interna, de
reforzar la dependencia de la universidad de la empresa privada, de
externalizar servicios, de seleccionar a su alumnado con criterios
mercantilistas infringiendo el principio
de igualdad de oportunidades. En definitiva una
reforma que nos conduce a un proceso de privatización encubierta de la
Universidad Pública, y por lo tanto a desdibujar su carácter y fortaleza.
Estamos convencidos de que esta vieja institución, en la que se recrea, reproduce y comparte la cultura
y la ciencia más elaborada de la comunidad, actuará como tantas veces ha hecho,
defendiendo con la razón su compromiso con la libertad y la justicia social,
los únicos principios que garantizan el futuro de la especie humana.
En estos momentos más que nunca nuestra sociedad
necesita a nuestra universidad.
Referencias:
Apple,
M. V. (1986). Ideología y currículo.
Madrid, Akal.
Culla
i Clará, J.B. (2011). “La corrosión de la universidad”. El país, 22 de julio. http://elpais.com/diario/2011/07/22/catalunya/1311296843_850215.html
Gramsci,
A. (1984). Los intelectuales y la
organización de la nueva cultura. Buenos Aires, Nueva Visión.
Klein,
Noami (2007). La doctrina del shock.
Paidós Ibérica. 2ª ed.: Planeta, 2012.
Matas
Dalmases, J. (2013). “Somnolencia universitaria”. El país. http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/05/24/catalunya/1369419112_394376.html
Núñez,
S. (2013): “La educación, la nueva izquierda demagógica y la
lógica del mercado” https://docs.google.com/document/d/1OUMk9Xw5MzkcxojNMEWCKmIEOL127SUtktVk3_2mcQ4/mobilebasic?pli=1
Consultado el 5 de junio de 2013.
Sola
Fernández, M. (2013): “Silencio, propaganda y educación”, en Periódico Escuela, nº 3988, p. 6. 13 de junio.
UNESCO
(1998). Conferencia Mundial sobre la
Educación Superior. La Educación Superior en el Siglo XXI: Visión y Acción.
Disponible en: http://www.unesco.org/education/educprog/wche/declaration_spa.htm
Vallaeys,
F. (2007): Responsabilidad social
universitaria. Propuesta para una definición madura y eficiente. Ebook
disponible en http://ebookbrowse.com/responsabilidad-social-universitaria-francois-vallaeys-pdf-d307280014
Williams, R. (1976). “Base and Superstructure in
Marxist Cultural Theory”. En Dale, R. (1976), Schooling and Capitalism: A Sociological Reader. London, Routledge
& Kegan Paul.
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